Robert Redford es uno de esos clásicos en activo que no se prodiga demasiado ni como actor ni como director, pero cuando lo hace siempre crea justificadas expectativas, ya que es autor de algunos magníficos títulos que tienen la solvencia como denominador común, además del habitual y candente compromiso sociopolítico que suele abordar el cineasta. Suyos son Quiz Show, Leones por corderos o La conspiración, hasta la fecha su última y memorable película; pero cabe recordar además que en su haber como protagonista se encuentra uno de los thrillers políticos de referencia en la historia del cine: Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976). Un género al que regresa ahora con Pacto de silencio, con la “violencia pacifista” como telón de fondo. Un tema controvertido y harto interesante pero, todo hay que decirlo, con resultados algo convencionales y no tan estimulantes como cabía esperar.
El relato está bien construido. De estructura sencilla, a pesar de la maraña de personajes y conexiones clandestinas que expone, pero con un desarrollo demasiado rutinario. Cómodo. Sin riesgos. Visualmente la película es sobria y se apoya en la emblemática presencia de un puñado de formidables actores en roles secundarios –casi cameos-. En cambio, adolece de un guión que pide más tiempo, más cancha para convencer y no resultar precipitado en las resoluciones. Algo que resta credibilidad e intensidad a esta crónica que combina con habilidad y gusto clásico el duelo existencial entre el poder de las convicciones y la fuerza de los sentimientos. Pero al final no emociona, y eso es que no funciona. Aunque entretiene.
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