Son incontables y tienden al infinito las versiones que de Medea se han hecho en la práctica totalidad de las disciplinas creativas. Y el ritmo no remitirá mientras la crueldad del mito siga de actualidad, reproduciéndose en nuestro día a día, ahora en las secciones de sucesos bajo el epígrafe “Violencia vicaria”. Y de ahí que siga sobrecogiendo el relato de esa madre que mata a sus hijos por amor y venganza. Tremendo. Pero no acaba ahí la propuesta de La contrapiel Teatro, que aprovecha la trágica coyuntura contemporánea y la vigencia del clásico para reflexionar e interpelar al público sobre algo tan visceral y atávico como es la culpa. Un concepto a veces discutible, o incluso relativo, hasta en el más atroz de los escenarios. Un interrogante peliagudo que los intérpretes trasladan a un espectador perturbado ante la imponente puesta en escena, que cohíbe al más pintado. Y no hay respuestas, claro. Ni se pretenden. Pero más de uno se llevará las dudas de camino a casa, y su conciencia dilatará por unas horas la función más allá del ámbito teatral. Algo sin duda meritorio y probablemente pretendido por la compañía.
Esta polimórfica Medea se ofrece en palabra y cuerpo, envuelta en láseres y estrobos, con muletas audiovisuales y efectos atmosféricos que tanto nos permiten conjugar remotos tiempos legendarios como pesadillas cotidianas, y apelando a la letra poética de Chantal Maillard nos guía de la mano de dos rotundos y polivalentes intérpretes, Sara Sánchez y David Soto Giganto, en un literal 2 x 1 tan convincente como alejado de estereotipos. Y con todo ello consiguen lo inevitable, porque si una versión de Medea no duele, fracasa. Y esta duele.
Javier Matesanz
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