Un terrorista de la ficticia república ex soviética de Karajistán, cuya misión es hacer estallar un avión comercial en pleno vuelo rumbo a Madrid para protestar contra la represión rusa, se ve obligado por una tormenta a convivir una semana con sus futuras víctimas aislados en un hotel de montaña mientras esperan la apertura del aeropuerto. Una interesante premisa inicial que abre toda una serie de interrogantes y posibilita reflexiones ideológico-existenciales de lo más intensas (y vigentes dado el efervescente proceso independentista catalán o el reciente y amargo conflicto de Crimea), pero que en apenas cinco minutos de película se van al traste. Demasiado serios los planteamientos, demasiado trascendentales y controvertidos – ya que también se atreve de forma tangencial con el suicidio y hasta con la violencia de género y el maltrato infantil- para tomárselos tan a la ligera, incluso con frivolidad, y barajarlos con tamaña dosis de tontería vodevilesca y romanticismo de garrafa como para que el conjunto acabe por resultar, no solo mediocre a ratos y malo en general, sino también ofensivo y hasta obsceno por liviano, dadas las circunstancias. Hay cosas con las que mejor no bromear. O al menos de forma tan inconsistente y bobalicona (el corre que te pillo del clímax final bomba en mano es de juzgado de guardia).
La sensación global que transmite la película es la de haber desaprovechado unos buenos mimbres, que se agotan en el mismo enunciado por el servilismo comercial de su responsable, Alex Pina, que no se atreve a cuajar una película rotunda, crítica ni amarga; ni si quiera osa endilgarle un final como toca y lo convierte en un ridículo y contusionado happy end de verbena, jalonado con un chiste irrisorio de presunto humor negro, que quiere ser tan atrevido como no ha sido capaz de ser su director.
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