Las películas de timadores tienen algo de fascinante predeterminado en su ADN fílmico. Es casi el género por excelencia, si aceptamos el cine como la más popular de las maneras de contar apasionantes mentiras de la forma más realista y creíble posible. Y por eso resultan tan entretenidas y especialmente interesantes incluso en sus peores versiones; porque el espectador está predispuesto al engaño. Las hay formidables, como El golpe (1973) o Nueve reinas (2000); otras francamente mediocres, pero muy efectivas, como la reciente y “mágica” Ahora me ves…(2013), que tiene tantos flecos y bobadas en el guión que el verdadero truco es conseguir verla sin sonrojarse; o esta Focus, que no pasa de ser una excusa para el más efectista lucimiento romántico y melodramático de Will Smith, que otorga a su sofisticado carisma de líder simpaticón todo el protagonismo que debería tener la trama. Al menos para adquirir algo más de solvencia y no acabar siendo una burda copia del mencionado clásico de George Roy Hill que, sin descuidar a sus flamantes Redford y Newman, completaba un auténtico puzzle de orfebrería delictiva sin fisura alguna, a un inolvidable ritmo de ragtime y con muchos más motivos para dejarse seducir que no esta argucia prefabricada y mecánica, que le da una y otra vuelta al guión para despistar, y lo único que consigue es marear de puro abuso hasta hacer que pierda casi todo su interés.
Con todo, Focus no es demasiado aburrida. Su dinámica es del todo previsible, aunque sepas que al final nada será lo que parece y sorprenderá con algún recurso artero. Pero le sobra peso a una love story sin apenas química, y cuyo calado emocional es tan escaso como su originalidad interracial, que a estas alturas digo yo que ya no pretenderá epatar a nadie. Un bagaje raquítico que se diluirá hasta desaparecer tanto en nuestra memoria como en la filmografía del Príncipe de Bel-Air.
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