Aunque por obvias alusiones resulta muy tentador enfocar este comentario a partir del significado metacinematográfico del “Deus ex machina”, lo cierto es que la historia elegida para debutar por Alex Garland no necesita de ningún elemento externo que venga a resolverla in extremis o por arte de cine con licencias fantásticas, pues su planteamiento, que viene a ser una revisión del mito de Frankenstein contextualizado en la era de la robótica, y aderezado con las artes de seducción propias del más sofisticado drama romántico, se justifica sobradamente por sí mismo, ya que resulta de lo más intrigante y fascinante como reflexión existencial futurista centrada en los peligros inherentes a la inteligencia artificial fuera de control.
Minimalista en su concepción estética y narrativa, ciencia ficción de cámara, sin apenas f/x – no siempre necesarios como demostraran tiempo atrás brillantes ejemplos como Gattaca o Moon -, el film centra toda su intriga, que llega a ser tan intensa como claustrofóbica llegando al umbral del thriller psicológico, en el duelo dialéctico a tres bandas entre el creador (brillante y millonario ingeniero), el alumno aventajado y la díscola y solo aparentemente ingenua máquina, que debe superar el test de Turing que determinará si posee verdadera conciencia propia. Y el cruce de conversaciones te engancha. Te inquieta. Evitan la verborrea, el exceso de tecnicismos y la cháchara pseudocientífica, que a menudo actúa de maquillaje para ocultar cabos sueltos (Nolan la usa y abusa en Interstellar, por ejemplo), y van al grano. Convierten los diálogos en el vehículo del argumento, de la intriga, y uno no puede apartar la mirada de la pantalla. Hay algo de realidad que asusta. Resulta perturbador. Y lo consiguen al ralentí, sin aspavientos ni estridencias. Acción cero, pero intensidad máxima.
Javier Matesanz
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