La indefinición es el problema fundamental de “El bailarín”, obvio e insípido título español que sustituye al “Cuervo blanco” original sin aparente motivo. Y lo es hasta el punto de desactivar cualquier opción de interés, pues el film no llega a decidir nunca su camino y los transita todos a medias sin convencer en ninguno. Una lástima. Como biografía del gran Nuréyev es plana y parcial, superficial; como drama imbricado en el intrigante género de la guerra fría, es irrelevante, casi anecdótico; como película dedicada a un genio del ballet, es directamente incompleta y rudimentaria, aunque repleta y hasta saturada de danza; y como film en sí mismo es soso y aburrido, sin inventiva visual y con una obsesiva tendencia al flash back, que denota la falta de recursos narrativos de un Ralph Fiennes más dotado para la interpretación que para la dirección.
Todo es correcto en el film de Fiennes, pero sin nervio, sin aristas. Es aséptico. Alterna el color y el blanco y negro (o color desmayado con manchas cromáticas, como hiciera su mentor Spielberg en algún momento de su común La lista de Schindler), pero todo deviene previsible, sin mordiente ni emoción, sin la intensidad necesaria ni desde la perspectiva de la odisea humana y artística que marcaron la vida del bailarín, ni como testimonio crítico de un tiempo represivo hoy ya extinto. Si me apuran, y puestos a comparar referentes cinéfilos y de la danza inspirados en figuras reales, Mijaíl Barýshnikov sí tuvo con Noches de sol (1985) una película digna y carismática que le reivindicó, aunque fuera en formato de autoficción y no pocas licencias argumentales; pero Rudolph Nuréyev tendrá que esperar. Su genio y su historia merecen mejor retrato y relato.
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