No sé si tiene mucho sentido rehacer clásicos, por mucho que se planteen como un trasvase del formato animado al real (con La bella y la bestia resultó un intento irrelevante), pero si alguien parecía idóneo para asumir un reto de estas características sin duda era Tim Burton, nacido profesionalmente en el seno de Disney, como el propio Dumbo, y tan rara avis como el paquidermo volador. Los ingredientes eran ideales para conjurar la magia burtoniana, desatar su imaginación visual, favorecida por los ilimitados recursos digitales, y resucitar así el ingenuo pero legendario carisma de un personaje imposible que sedujo a niños de todo el mundo hace casi ochenta años, para explicarles algo tan obvio como que la diferencia te hace único; que ser diferente no es malo, sino mejor. No obstante, el resultado no pasa de ser correcto y, desde luego, no alcanza las emblemáticas cotas de fascinación de su referente pintado. Se queda en un casi Dumbo.
Es innegable que Burton consigue el primero y principal de los desafíos, pues la película tiene magia. Cada vuelo del protagonista sume al espectador en una nebulosa fantástica que lo traslada a ese mundo de ensoñaciones infantiles que persigue el film. Pero eso no basta. Y la reiteración en el afán de explotar ese eficaz recurso evidencia que el resto de la propuesta cojea. El cuento es el que es, por todos conocido – e incluso suavizado respecto al original animado- , por lo que la sorpresa es la gran ausente. Todo acabará bien. Eso es impepinable, de modo que solo una espiral de emociones, un ritmo incesante y un espectáculo visual sin igual podrían suplir la falta de intriga y la inconsistencia dramática del conjunto, y eso no se da. Al menos no con la suficiente intensidad como para conmover, convencer y, si me apuran, entretener, pues por falta de alicientes en algún momento incluso asoma el tedio.
Javier Matesanz
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