Texto de Jaume Albertí (Abril 2008, Fancine)
Para hacer un cómic personal e intransferible no es imprescindible dedicarse al género de la autobiografía. Frank Miller, un coloso del noveno arte, es prueba fehaciente de ello. El escritor y dibujante estadounidense lleva más de 30 años en el negocio de la cuatricomía y desde principios de los 80 ha revolucionado el lenguaje de la historieta, consiguiendo el suficiente prestigio y éxito comercial como para permitirse hacer lo que le venga en gana. Es curioso, entonces, que su objetivo haya sido el especializarse en historias de serie negra, que repiten sin ningún pudor los tópicos y clichés del género. Sin embargo, como en casi todo lo que firma el creador de 300, bajo la superficie estereotípica (o más bien arquetípica) de sus creaciones hay un poderoso hálito diferencial que lo impulsa todo.
Entroncando con mi afirmación inicial, el saber hacer de Miller en su serie Sin City lo distingue de tantos otros emborronadores de páginas mercenarios gracias a su estilo visual inconfundible, consistente en un blanco y negro rotundo, sin concesiones, con un acercamiento argumental y narrativo hard boiled imparable y un tono drámatico entre épico y patético que puede resultar tremendo o ridículo según la propia perspectiva del lector.
Sin City (2005), co-dirigida por el propio Miller y Robert Rodríguez, no sólo adapta fielmente las historias originales sino que fiel a los principios del autor innova el terreno de las conversiones de un medio a otro hasta tal punto que no sólo podemos hablar de adaptación, sino de prácticamente fotocopia. Los propios cómics fueron utilizados como storyboard y la mayoría de fotogramas están calcados de las ilustraciones originales. Esto en ocasiones causa problemas de ritmo, pero que consigan que en general funcione y lo haga de forma brillante dice mucho a favor de ambos realizadores y abre nuevos caminos a la hora de explorar las relaciones entre el cómic y el cine.
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