La elegancia del plano general para contar el horror; la sutileza de los secretos bien guardados, sin asomo de exhibicionismo. Caníbal es refinamiento; tal vez al estilo Hannibal Lecter, pero sin boato ni óperas de fondo, y más allá de los gustos culinarios: el porte del protagonista, sastre y custodio de la tradición y el clasicismo; sus movimientos, delicados, incluso en los momentos más salvajes… plasmados con una economía gestual admirable por gentileza de Antonio de la Torre, un actorazo.
Manuel Martín Cuenca (La flaqueza del bolchevique, La mitad de Óscar) vuelve a acudir a los silencios, la atmósfera y la precisión narrativa para contarnos una historia de amor – lúgubre, sórdida, ‘malrollista’ de principio a fin-. Lo hace sin juzgar, exponiendo, situándose al lado del dolor – esa chica confundida, perdida y fascinada al mismo tiempo – y observando al monstruo sin clavarle agujas, dejando que valore el espectador.
Me inquieta el doble papel de Olimpia Melinte – bien en su interpretación naturalista -. Ignoro si también es por economia dramática, por hacer un homenaje al Hitchcock de Vértigo o por ninguna de esas razones, pero es una inquietud que me molesta solo un rato, luego se me pasa, me olvido del ‘detalle’, y me dejo llevar por una de las producciones más sorprendentes de lo que llevamos de año.
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