Son muchas las películas que acuden a la mente del espectador al ver Órbita 9, y la mayoría mejores que ella, aunque no sea un mal film. Solo es discreto, algo tibio y fallido en algunos aspectos (apostar más por el romance que por la intriga es su principal escollo), pero bastante digno como incursión española en un género tan poco frecuente en nuestro cine como es el de las distopías futuristas. Es fácil pensar en Moon, en El Show de Truman o en los quiebros inesperados de cualquier relato Shyamalan, e incluso en intrigas fantásticas y existencialistas de ciencia ficción sin efectos especiales como Code 46 o Gattaca.
Los treinta primeros minutos son muy efectivos, aunque apenas pase nada. Son intrigantes, y provocan una cierta e intensa sensación de ansiedad. Casi claustrofóbica. Una única pasajera a la deriva por el espacio y sin apenas oxígeno, esperando un acoplamiento mecánico en la nave que tripula desde que nació. Rumbo a Celeste, un mundo desconocido y última esperanza de la Humanidad. Y arriba el mecánico. Su primer hombre. Y también se acoplan, claro. Impulso carnal que tendrá consecuencias. En la trama y en el interés de la cinta, pues el affaire resultará fundamental para el desenlace, pero el romanticismo acaba condicionando y lastrando el desarrollo de la historia, que apuntaba mejor en la dirección del suspense científico que en la del sentimentalismo. Y de este modo se astilla buena parte de la presumida enjundia fantacientífica, que tan bien había arrancado y girado con un sorprendente cambio de tercio que desmontaba todo el planteamiento galáctico inicial. Y hasta aquí puedo leer. Un poco en la línea del León de Aranoa de Familia, pero en versión laboratorio en vez de doméstica.
Bien Clara Lago en su papel de Ripley desconcertada, y algo menos convincente Alex González, otro de esos guapos actores españoles que susurran y que tanto abundan en la última década.
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