Las comedias tristes son peligrosas. Te la juegas por partida doble. No es fácil hacer llorar y mucho menos hacer reír. Has de empatizar con las emociones y dar con la tecla de un sentido del humor compatible con el común. Y si fallas en un sentido o en el otro, se te desmonta el invento. Vivir dos veces falla en los dos, a ratos. Y acierta en los dos, a ratos. Y aunque el invento se tambalea, si somos indulgentes diremos que no cae, aunque por los pelos. Tal vez porque Oscar Martínez es un sansón que lo mantiene en pie a golpe de sobrecogedor talento tragicómico, porque Inma Cuesta se empeña en convencernos y lo consigue en no pocos momentos con meritorios esfuerzos de compostura interpretativa, y porque Mafalda Carbonell le insufla a su niña esa naturalidad que te engancha al buen rollismo y, de algún modo, te anima a disfrutar de un producto muy, demasiado irregular para darlo por bueno. Aunque no esté mal del todo. En fin, que podría dar más de sí, pero acaba uno dispuesto a perdonar sus carencias y admitir que pasó un rato tierno e intermitentemente simpático. Les condonaremos incluso la pena de haber dado por buena una secuencia tan deficiente como la de la dislocada boda valenciana o el torpe accidente de tráfico adúltero, que parece rodado por un estudiante poco aventajado. Por el contrario hay tramos excelentes, casi siempre obra del alzhéimico protagonista, que es capaz de vaciar sus ojos de contenido para hundirse en el olvido y sobrecogernos con su sufrimiento; consciente primero, senil después. Magnífico. Aunque en la línea general del film, también en eso se excede María Ripoll, y alarga en exceso un dramático desenlace que por ello pierde contundencia.
Javier Matesanz
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