Las películas de terror basadas en hechos reales son muchas, y no por ello dan más miedo. Verónica sí, porque está rodada con verdad casi cotidiana. Como de barriada humilde. Sin la sofisticación del horror de barrio pijo o con ínfulas de espectáculo hollywoodiense. Sin demasiado artificio, sin sustos excesivos ni sobrantes, con más atmósfera inquietante que sobresaltos viscerales. Sin apenas FX paranormales, apostando casi más por las sombras chinescas que por el universo digital del tan manido horror 2.0. Más en la línea de las pavorosas intrigas del mejor Shyamalan que del imaginario japo. Y así nos la creemos, y la sufrimos de cerca, y empatizamos, lo cual resulta aterrador dadas las circunstancias. Y todo ello a base de planos cortos, que nos permiten percibir el aliento helado del más allá en el rostro, de escenas domésticas amenazadas por una posesión esquiva que actúa con alevosía, pero sobretodo con nocturnidad, y que gusta de colarse en los armarios, en la ducha, bajo los colchones, y no precisamente con sutileza. Rodado todo con elegancia austera, sin abusar del montaje precipitado, estridente, vertiginoso. Miedo costumbrista, casi contemplativo, producto de una travesura, de un insensato desmán adolescente que acabó en tragedia – porque así fue-, y que no necesitaba adentrarse en la ciencia ficción efectista cuando la crónica, casi periodística, era suficientemente rotunda como para resultar espeluznante. La adaptación fílmica del único informe policial de la historia en España que reconoce hechos paranormales en una investigación.
Paco Plaza ha sabido recuperar la esencia del terror como ejercicio narrativo y no como macabra atracción de feria, y tal vez eso le pase factura entre la audiencia más joven, tan aficionada a los derroches hemoglobínicos, pero será arropado y aclamado por los nostálgicos del buen cine de género.
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