Un largo viaje

El título español acaba siendo un hecho, pues El hombre del ferrocarril (traducción literal del original) vive su particular odisea existencial, marcada por una traumática experiencia en un campo de tortura japonés, y agazapado en su dolor se aferra a su obsesiva pasión por los trenes para no afrontar el daño insufrible que perdura en el tiempo. Un drama tremendo que el azar parece paliar con un amor tardío y balsámico, que en un principio arranca del infierno de la memoria al protagonista. Aunque después acabe por arrojarlo de nuevo con una desesperación mayor aún si cabe, al reencontrarse con una pesadilla viva dos décadas después de su muerte en vida.  Pero para llegar hasta ese punto, en el que la película parece enderezar su argumento y se centra en el eje emocional que preocupa a los personajes e interesa al espectador, lo cierto es que el viaje se hace muy largo, demasiado largo, y por momentos uno piensa incluso en tirar la toalla de la atención. Algo que no ocurre porque Colin Firth es uno de esos actores con magnetismo de los que siempre esperas un gesto, una mirada que te seduzca, y por ello nunca acabas de abandonarlo aunque no le acompañe el contexto. Nicole Kidman, en cambio, es poco más que una convincente compañía en funciones complementarias. Y ahí estábamos aún, algo aburridos, siguiendo las lánguidas evoluciones de Firth, cuando el film entra en materia – rebasada la primera hora, ya digo-, y coincidiendo con el primer viaje a Singapur, escenario de varios flash backs anteriores algo faltos de garra pese a su crudeza, se disparan las emociones, la crónica asume su condición de documento basado en sobrecogedores hechos reales, y las imágenes sobrepasan la epidermis donde hasta el momento se había quedado la historia y el soso bagaje de la larguísima presentación de personajes.  Y en la recta final, cleenex en mano, la cosa funciona.