Cuesta destacar nada que no sea su absoluta corrección, rutinaria y convencional, pero indiscutiblemente eficaz. Lo difícil es discernir si eso es un defecto o una virtud. Todo está bien, nada está mal, pero por qué recomendar la visión de un film como Un doctor en la campiña, donde poco o nada sorprende, donde todo es previsible tanto emocional como argumentalmente. Por mucho que se beneficie del buen hacer de François Cluzet y Marianne Denicourt.
Tal vez podamos destacar que podría haber sido peor. Podría haber caído en la tensión sexual no resuelta, en el sentimentalismo llorón con enfermedad al más puro estilo Estrenos TV, o en el humor facilón de contraste cultural y folclórico, y en cambio no lo hace – un discretito y saludable happy end y poco más en el capítulo de concesiones-; pero resultaría bastante pobre como balance positivo, aplaudir los errores no cometidos en vez de los aciertos acreditados. De modo que mejor no hacer valoraciones cualitativas y decir que, sin estridencias ni aspavientos, la película ofrece un tibio retrato costumbrista de un mundo, el rural, que se consideraba en peligro de extinción y que, poco a poco, se revela como atractivo destino existencial para escapar de ese mundo globalizado y deshumanizado que se llama sociedad moderna, y que basa el futuro del bienestar en el malestar de muchos para satisfacción de pocos. Una proclama social que, mucho me temo, es más pretenciosa y ambiciosa que la pretendida por la película, que se conforma con poco, casi con nada, como decíamos al principio. Conformémonos pues con la narración contemplativa de otra vida, de otro ritmo vital y laboral, de otro modus operandi social, el de esa comarca rural francesa, que resulta tierno a ratos, encantador y entretenido en otros, y algo ingenuo en sus momentos más dramáticos. Toda ella, en realidad, es algo esquemática en sus planteamientos y conclusiones. Apenas sin alicientes que la vindiquen.
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