Nadie entenderá el título de este artículo sin ver el film, y en cambio es la frase que lo clausura, la que redondea el sentido de la cinta, e incluso la que resume el tono, que a ratos roza lo paródico, de esta crónica de los Balcanes en tiempos de guerra que Fernando León de Aranoa ha filmado sin enseñar la guerra, limitándose, en una pirueta tan sagaz como hiriente, tan incisiva como sarcástica, a presentarnos a las personas que la viven y la padecen sin participar en ella. A las verdaderas víctimas, que transitan el campo de batalla porque ya estaban allí antes de la batalla.
Nada tiene sentido en la misión que asumen los personajes – colaboradores internacionales ajenos a ambos bandos-, porque la guerra es un sin sentido. El objetivo primordial, el problema a resolver, las necesidades materiales, las consecuencias de cada acción, las prohibiciones, las amenazas colaterales: nada es razonable, ni lógico, pero es real. Esas cosan pasan, y no solo en las películas. Algo que Aranoa pretende mostrar y muestra, paradójicamente, en su contundente película; que para no resultar tan desgarradora se apoya en el humor; ese comodín, esa válvula de escape que exige la desesperación para no perder la razón.
La habilidad del autor de Barrio y Los lunes al sol para los diálogos es innegable. De la excentricidad hace verdaderos tratados de lógica social, de moral, muchas veces, de filosofía existencial básica – aunque no debe de ser tan básica cuando se aplica tan poco-; y en esta ocasión, aunque jugando al límite atraviese la línea de lo poco creíble, de lo forzado por exigencias del guión en algunos momentos, nos golpea en las entrañas de la conciencia con un divertimento cruel que nos hace sonreír frente al horror. Magnífico momento para reflexionar al respecto. ¿Somos así? Pues eso.
¿Y los actores? Magníficos, claro.
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