Empezaré reconociendo que guardo un grato recuerdo de aquel breve pero intenso cine social español de los 80 que alguien, con mala leche y ojo certero, etiquetó como cine quinqui – o kinki-, y que cutre como fue a menudo, e interpretado con más verdad que talento por entregados protagonistas de inspiración y origen lumpen, marcaron una época efímera pero importante de nuestra historia fílmica. Un hito casi más sociológico que cinematográfico, que con su autenticidad docudramática convirtió algunos de nuestros delincuentes más perseguidos en verdaderas estrellas de la marginación cinéfila. El vaquilla, Torete, los perros y las perras callejeras, los yonquis de El pico 1 y 2, o incluso el Lute (película quinqui en clave de biografía histórica, ahí es nada). Pues bien, Toro quiere y no puede. No tiene sitio en esa galería de viajas glorias del hurto y el trapicheo; del tirón, la papelina y el coche al despiste.
Aunque de todo eso hay en el film de Maíllo, al proyecto se le ven las costuras, la estrategia. Una burda imitación pasada por el filtro de la modernidad, y perdiendo así toda la gracia retro de las imágenes ásperas, artesanales, sucias y gastadas por el uso y el abuso de quien había vivido las calles antes de interpretarlas. Pero lo peor no es eso. Ni siquiera lo es Mario Casas, aunque casi. Lo malo es el guion. El poco cuidado en la construcción del relato. Sin rigor ni lógica realista. Nada funciona. La nula atención en el diseño de las situaciones, sin preocuparse de si es creíble o al menos posible, hace que todo resulte artificial, y que el clímax sea pura y torpe inercia, sin intensidad ni emoción alguna. Una coreografía forzada sin pulso ni verdad. Y así, ni la barroca iconografía religiosa, ni el pisito de Almuñecar con caja fuerte al alcance de todos, ni la “inexpugnable” fortaleza hotelera a la que se accede con el gato del coche (sic), ni la iluminación psicodélica e injustificada, más molesta que inquietante, ni la música, fusilada con descaró de los primeros acordes de El Fantasma de la ópera de Andrew Lloyd Weber, consiguen dotar la película de un mínimo interés o de personalidad. Ni siquiera Luis Tosar y José Sacristán lo consiguen.
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