Richard Linklater es un observador. Un retratista impredecible que, desde la discreción formal, casi tímida, se infiltra con su cámara en lo más íntimo de los personajes para sacarles su autenticidad, sea cual sea su estado de ánimo, la época o su contexto social. Nada se resiste a un bisturí narrativo que disecciona tanto emocional como existencialmente y, desde la verdad, genera esa irremediable empatía que a menudo sorprende incluso al más imperturbable espectador. ¿Cómo puedo identificarme con estudiantes yanquis de los ochenta, miembros de un equipo de béisbol y que se desmadran en una hermandad universitaria de Texas? Pues sí. Y también ocurrió así en su trilogía sentimental de tres días europeos, en el experimento fílmico-antropológico que fue Boyhood, y hasta en Escuela de rock o la psicodélica animación Walking life, que ya es decir. Su capacidad naturalista para contar historias es soberbia. Sus guiones parecen – a veces son – inexistentes. Los personajes viven, evolucionan, fracasan, sufren, fantasean o desbarran con una soltura desconcertante, y lo hacen frente a su cámara, consiguiendo interpretaciones que resultan creíbles incluso en casos como los del excesivo Jack Black, generalmente histriónico y amanerado hasta la caricatura. Algo que esta vez ha logrado con un tropel de jóvenes e inexpertos actores, desconocidos todos, pero perfectos en sus roles de estudiantes hormonados y desbordados por la euforia, que llegan sin frenos a la edad adulta. Un momento generacional muy yanqui, como demostraron en diferentes registros el John Landis de Desmadre a la americana o la saga ochentera de Porky’s, y que ahora Linklater eleva a categoría de documento sociológico, pasado por el tamizador del cachondeo, pero no exento de pretensiones analíticas y, si me apuran, nostálgicamente filosóficas.
Todos queremos algo
Director: Richard Linklater Intérpretes: Ryan Guzman, Zoey Deutch, Tyler Hoechlin.
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