Cuesta digerir la decepción, y más cuando proviene de uno de los directores más sugerentes de entre los que están en activo, un mito viviente, por el que todos los actores se pirlan, y no digamos los críticos.
Entré predispuesto a ver una joya, otra más del autor de Malas Tierras, y salí confundido y bostezando, con la sensación de haber asistido a un timo, o casi.
Malick ya coqueteó con el sopor en El árbol de la vida, pero ahí había filosofía, imágenes lisérgicas al servicio de una explicación difícil, ambiciosa, sobre el origen de todo y la insignificancia del ser humano. Lo que entonces era alegoría y profundidad – pretenciosa y preciosista, pero profundidad al fin y al cabo – en esta ocasión es reiteración; un bucle de idas y venidas sobre el eje de la relación de una pareja. A través de continuos saltos temporales, observamos los vaivenes de un matrimonio joven: la conveniencia, la emoción, el amor, la erosión, el letargo, la infidelidad, la frustración… y vuelta a empezar. Todo muy contenido, el hieratismo de Ben Affleck no da para más, todo muy bello visualmente (desde los rostros de Olga Kurylenko y Rachel McAdams hasta esos planos hipnóticos marca de la casa) pero todo muy aburrido, y bastante gratuito. Y en medio, el tema místico: con el sacerdote interpretado por Javier Bardem, vehículo de no sé bien qué, intentando aportar una luz que mi más bien me molestó.
Se me ocurren mil maneras de tratar la incomunicación y la desesperanza sin dormir a las ovejas, y se me ocurren porqué las he visto, aunque no estuviesen filmadas por Malick.
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