Existen distintos Gus Van Sant. El más indi y experimental de Mi Idaho privado, que ha ido apareciendo cíclicamente en Gerry, Elefant o Paranoid Park; el comercial con disimulo de El indomable Will Hunting o Descubriendo a Forrester; el político, que acertó con Milk e incluso el directamente malo de Psycho.
Ese eclecticismo irregular se traslada a su última película. Porque en Tierra prometida, hay varias cintas, o varios estilos, tonos e intenciones, si queréis. Tras una trama simple, un desarrollo esquemático y previsible y un discurso panfletario hallamos un retrato humano eficaz, hasta cierto punto revelador, de las gentes que habitan la América definida como profunda, de una clase trabajadora y rural que pocas veces ocupa el centro de las historias que nos llegan.
El conflicto político-económico entre dos empleados de una multinacional (Matt Damon – que también firma el guión- y Frances McDormand) y los lugareños acude a los tópicos y lugares comunes: los primeros les intentan alquilar las tierras para extraer gas natural por el sistema de fracking, los segundos se dividen entre aquellos que sólo ven el dinero fácil y los más telúricos y conservacionistas. La dialéctica se complementa con la llegada de un activista ‘verde’, y todo acaba resultando muy discursivo e ingenuo, pero salpicado algunos diálogos ocurrentes y de personajes atractivos – desde la maestra de escuela (impecable y bella Rosemary DeWitt) a los que arreglan el tractor y beben cerveza tras una dura jornada de trabajo-. Es como si lo peor de Erin Brockovich se mezclase con pasajes de algunas de las novelas de Cormac McCarthy; y en medio de esa mescolanza hay tiempo para aburrirse, para sonrojarse y también para disfrutar.
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