Pocos recursos y mucho que decir. Ese sería el modus operandi y la filosofía creativa de Marqués-Marcet como cineasta. El siempre eficaz menos es más. O al menos así parece confirmarlo con su segundo trabajo, Tierra firme, después de haber construido con una buena historia de amor quebrado y una webcam el que fue su magnífico y minimalista debut, 10.000 km.
Tres personajes reales como la vida misma (la madre-abuela Geraldine Chaplin ya bebe más de la ficción melodramática) hacen de la cotidianeidad una historia universal, naturalista, hiperrealista, que no escamotea siquiera la intimidad fisiológica, no solo presente y explícita sino también determinante. El amor tiene que ver incluso con la escatología. Con todo. Y así, adquieren relieve momentos de delirio etílico, de llanto triste y feliz, de frustración y añoranza, impulsos primarios y arranques de torpe inspiración lírica, de filosofía barata y de espiritualidad ad hoc; pero también reflexiones existenciales y generacionales, críticas y cínicas, tópicas y utópicas, y alguna que otra preocupación que se intuye personal y compartida, que habla de liberación sexual, de generación perdida, de maternidades deseadas, postizas, frustradas. Mucho con poco. Ya decíamos al inicio. Tres amigos en un barco que abarca más de lo que parece. Tal vez a todos, o a muchos. Yo me sentí tripulante a ratos, espectador en otros. Pero siempre interesado, afectado, herido, emocionado. Me mantuve a bordo y no desembarqué hasta el final. Satisfecho. Aunque ya un poco cansado del viaje, quizás un poco largo. En compañía, eso sí, de tres magníficos intérpretes, que hacen de la espontaneidad su mejor herramienta de trabajo. Casi la única. Y muy convincente, por cierto.
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