El título no puede ser más intenso y apropiado. La falta de aire es el principal síntoma de la ansiedad, de la angustia. Y nada puede generar más desesperación anímica que perder a una hija adolescente violada y asesinada por los paramilitares, enviudar a manos de la guerrilla, exiliarse por miedo, buscar infructuosamente en el destierro a quienes mutilaron tu familia y vivir la tristeza casi autista del único hijo superviviente traumatizado por el horror de haber sido testigo de la barbarie. Ahí es nada, y aún podríamos sumar el amor desinteresado y no correspondido en su justa medida del psicólogo hacia la madre emocionalmente desmembrada, o la muerte en vida de un abuelo que vio más de lo que quiso e hizo lo que le dictó la rabia de camino a la muerte. En fin, una tragedia familiar llevada al límite que, pese a su indudable interés, pues está bien narrada e interpretada con sobria contundencia, hay que reservar a días concretos de ánimo apacible, y predisponerse para recibir el trallazo emocional que dispensa durante hora y media sin descanso. Conmueve, sobrecoge, indigna y fustiga sin concesiones, pero lo peor es que cuando parece que ya nada puede empeorar, y alivia pensar que con un rayo de esperanza nos despedimos del dolor, enterrándolo en un pasado monstruoso, la última escena supera todo lo antedicho. Y efectivamente congela el aliento, y lo entiendes: Tiempo sin aire.
Podría reprochársele una cierta tendencia al subrayado, una insistencia paroxística en mostrar el dolor y la obcecación de la madre, y una languidez excesiva en el personaje de Carmelo Gómez, que parece funcionar como contrapunto melancólico; pero tal vez el relato no funcionaría igual sin ello, porque es tan dura la historia que si no te atrapa con el exceso, con la perenne sensación de vacío que atrae por pura compasión, acabaríamos por abandonar. Es lo que te pide el cuerpo a ratos.
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