No se cansa Jaime Rosales de decir que en el cine hay dos grandes corrientes, el clásico y el moderno y que él, le salga mejor o peor, ha optado por el segundo. Más allá de esa división, el director de La soledad (que ganó el Goya en 2007) se atreve con formatos, estilos y narrativas innovadoras y junto a Isaki Lacuesta, José Luis Guerín y Pere Portabella, entre otros, nos acerca una concepción estimulante del arte audiovisual.
Argumentalmente, Sueño y silencio nos sitúa ante la sencillez de una familia ‘normal’ – con madre, padre y dos hijas – que viven en París y se van de vacaciones al Delta del Ebro. La normalidad se rompe por un hecho dramático, y aquí la historia deviene dura – otra vez el dolor y la pérdida – y se proyecta con sutileza, naturalismo y una distancia casi brechtiana (ese plano del cementerio, mostrando la espalda de la pena desde lejos, es una maravilla). Pero es en la técnica dónde hallamos los principales estímulos. Rosales coloca la cámara ante los actores, dejando que fluyan los diálogos, en base a un planteamiento dramático preestablecido; rueda las secuencias en una sola toma, sin repeticiones, y en un solo plano, casi siempre fijo y opta por los blancos y los negros rotos. Me parecen gratuitos algunos momentos y exageradamente largos algunos planos insustanciales, pero el director cuenta sin subrayar, maneja bien los silencios, clava la fotografía, elige muy bien a los intérpretes y crea atmósferas dotadas de cierta magia. Por cierto, el prólogo y el epílogo corren a cargo de Miquel Barceló, pintando y borrando un pasaje de La Biblia.
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