La nueva entrega de la saga convence a dos generaciones de fans con una remezcla de guiños inteligentes y mejores momentos.
La sala prometía un lleno absoluto. Las majestuosas puertas del cine Born estaban a punto de abrir todo el universo que se extendía en una galaxia muy, muy lejana. Las luces se apagaron y empezó una de las películas que (nadie lo esperaba) marcaría los recuerdos cinematográficos de varias generaciones. Para un niño de cinco años, las naves atravesando barreras de enemigos a toda velocidad, los disparos láser, los seres extraterrestres, los lenguajes jamás escuchados antes, una banda sonora que iba mucho más allá de lo majestuoso y lo épico, el miedo en un triturador de basura, el mal identificado en un robot vestido de negro con un casco… y la fuerza, se convirtieron en los protagonistas de muchas horas de juego. Había entrado en lo que, en aquel momento todavía se estaba gestando, una de las sagas más longevas y mágicas que el séptimo arte ha sido capaz de regalar a todo el que quisiera recibirla.
La Guerra de las galaxias (en aquel momento todavía no se había transformado en Star Wars, episodio IV: una nueva esperanza) se estrenó en 1977. Era cine de aventuras en mayúsculas, ciencia ficción, western y filosofía, y la primera parte de un universo paralelo en el que todos soñamos con ser Jedis, del lado oscuro o del luminoso, eso ya era una opción personal, pero Jedis al fin y al cabo. Ningún empresario creía realmente en aquello. De hecho, los mandamás de la Universal que apostaron por el proyecto no lo hicieron muy convencidos. Le dieron la oportunidad a George Lucas de desarrollarlo porque acababa de dirigir American Graffiti, pero los actores no cobraron un sueldo, sino un porcentaje de los beneficios. El público cayó en su magia, en su acción, en su sentido del humor, en una forma de demostrar que los clásicos habían servido de alguna cosa (el primer guión era una especie de remake de La fortaleza escondida, de Akira Kurosawa) y que se podía aunar buen cine y éxito en taquilla.
Pero todo aquello necesitaba una continuación. Y se apostó por la oscuridad, la densidad, las emociones, la madurez y la profundidad de personajes. El imperio contraataca (episodio V) llegó tres años más tarde, escrita por Lawrence Kasdan y dirigida por Irvin Kershner. La película le otorgó a la historia un nuevo eje, el de Wader, Luke y la fuerza. El Mal era un hombre vestido de negro que luchaba contra su propio hijo porque el Lado oscuro le había poseído. Alguien tenía que explicar todo eso en un nuevo episodio. El público quería más y mejor.
Y en 1983 llegó El retorno del Jedi (episodio VI), una aventura que, más allá de finalizar la historia que se había dejado a medias en la producción anterior, era un entretenimiento que aún hoy sigue siendo la favorita de los espectadores más pequeños de la trilogía original, pero la peor considerada de los más adultos. Luke era Jedi, se enfrentaba a Wader por segunda vez y conseguía redimirle (una de las brillantes aportaciones de Kasdan al guión), el bien vencía y el público aplaudía. Fin. O eso creyó todo el mundo hasta que George Lucas quiso más.
La trilogía de precuelas, que explicaban la historia de cómo Anakin Skywalker, padre de Luke y Leia, se convertiría finalmente en uno de los villanos más terribles de toda la historia del cine, prometía mucho, pero se quedó en un buen trailer, un montón de bichos generados por ordenador y mucha decepción. La infantilización a la que Lucas sometió a la historia, además de su insensata adoración a los efectos especiales, convirtieron los tres episodios iniciales (I: La amenaza fantasma -1999-, II: El ataque de los clones -2002- y III: La venganza de los Sith -2005-) en un pastiche que aún hoy resultan una broma de mal gusto para cualquier seguidor de la saga. George Lucas parecía haber perdido algo más que el norte. Los personajes eran absurdos, las tramas inverosímiles, los actores no convencían a nadie, los efectos absolutamente apabullantes… nada tenía sentido. Hasta que llegó J.J. Abrams para despertar la fuerza.
Diez años después de aquel desastre, El despertar de la fuerza (episodio VII) retoma una historia que parecía terminada, que tenía todos los números para quedarse en series de televisión y muchos juegos para consola, consiguiendo lo que el público esperaba en el 99: convencer a los seguidores adultos y a sus hijos. J.J. Abrams (y la maquinaria de la Disney, ahora propietaria y exploradora hasta el infinito y más allá de la marca Star Wars) ha sido capaz de tomar todo aquello que funcionaba en la trilogía original y componerlo en una película llena de pasión, aventura, humor, tensión, emoción y música. En algunos momentos, esa dependencia pesa tal vez demasiado, pero el director de Súper 8 sabe controlarla sin que le tiemble el pulso y llevarla hasta momentos que ya hoy son un clásico que se podrá ver con las mismas ganas y la misma emoción que las originales dentro de veinte años. La nueva trilogía, que se extenderá hasta 2019 con dos películas más, ha hecho mucho más con un nuevo episodio de lo que hicieron las tres precuelas. Star Wars tiene todavía mucho que contar. Que la fuerza le acompañe. Nosotros seguiremos disfrutando.
Toni Camps
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