La temática nos puede recordar a películas como El cebo (Ladislao Vajda, 1958), Plenilunio (Imanol Uribe, 2000) o Adiós pequeña, adiós (Ben Affleck, 2007), pero me cuesta identificar el estilo de Silencio de hielo en otras producciones: huyendo del efectismo que suele acompañar al género, desenfocando al verdugo psicópata – inquientantemente sobrio Ulrich Thomsen – para centrarse en la culpa y el remordimiento de un personaje también enfermo pero menos malo, desarrollando subtramas con vida propia sin diluir la esencia de la principal… Y es que estamos ante una de esas cintas que cuentan muchas cosas sin dejarlas a medias: el dolor de una madre por la pérdida de su hija, la incertidumbre de unos padres que no saben dónde está la suya, la imposible redención de según qué pecados, los entresijos de la investigación los desencuentros entre los policías que la llevan a cabo… toda una estructura argumental que apenas contiene puntos ciegos, ajena a las concesiones habituales en los thrillers dónde los niños son las víctimas.
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