Sería muy injusto recordarla como la viuda de Humphrey Bogart. De hecho siempre he pensado que él fue el afortunado marido de Lauren Bacall, y no al revés. La mujer que nos enamoró a todos – a él también, por supuesto- con una voz grave y seductora, gutural e irresistible, inquietante y fascinante, acompañada de una mirada tan bella como penetrante que hechizó no a una sino a cuantas generaciones han repasado y amado el cine del Hollywood clásico, donde pocas actrices pudieron comparársele. Cómo no enamorarse de ella en Tener y no tener, El sueño eterno, Cayo Largo, Cómo casarse con un millonario… ¡ya me dirán! Y no solo por aquel entonces, donde la competencia era de leyenda. Su venerable presencia en algunos de sus trabajos de madurez – El amor tiene dos caras (con nominación al Oscar incluida), Dogville, Birth, Manderlay-, en dos últimas décadas en las que no se prodigó demasiado, bastaba para dotar el film de un cierto aire casi aristocrático, matriarcal, marcado por su carismática personalidad y la inevitable admiración que provocaba. Y lo digo con la convicción y el orgullo de quien pudo comprobarlo en primera persona con ocasión del rodaje de El celo (Tony Aloy, 1999) en Mallorca. Una de esas veces en que uno agradece su suerte y entiende de una vez por todas porqué decidió un día dedicarse a ver y escribir acerca del séptimo arte. Entrevistar a Lauren Bacall fue cumplir con el deseo de cualquiera que haya incluido el cine en sus sueños desde que tiene uso de razón, y sigue soñando hoy con que un día Marie ‘Slim’ Browning, o sea, Ella con veinte añitos, salga de la pantalla de Tener y no tener y me diga, con su voz irrepetible y su mirada única: “Si me necesitas solo tienes que silbar. ¿Sabes silbar, verdad? Solo hay que juntar los labios y soplar”.
Esta noche silbaré.
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