Nace una nueva franquicia, y lo hace en el mejor momento, o al menos en el más propicio, la era Trump, pues consiste en un thriller fronterizo (entre USA y México, desde luego), que tanto sirve para hiperbolizar las crónicas cotidianas en las lindes texanas a la manera de Hollywood, como para criticar la escalada de violenta tensión que está provocando la sinrazón xenófoba y fascista del presidente yanqui. Y así, si la notable primera entrega de Denis Villeneuve abordaba directamente el tema del narcotráfico y la inmigración ilegal, la secuela incursiona en otra de las paranoias obsesivas del pueblo americano, el terrorismo, aquí amalgamado con el drama de los espaldas mojadas. Y por cierto, dirigido por el especialista en la Camorra italiana Stephano Sollima, que no por casualidad es extranjero, como el canadiense Villeneuve, que de ese modo pueden distanciarse de las perspectivas patrióticas de la meca del cine para narrar estos hechos donde presuntamente hay buenos y malos, pero donde todos son auténticos salvajes.
Habrá tercera parte (y probablemente más), pues pocas veces acaba más abierta una película. Directamente en medio de una conversación con futuribles evidentes. Y seguramente se irá degradando en pos de los excesos y diluyéndose su interés crítico en favor del espectáculo comercial y a expensas del carisma de sus dos recios protagonistas, Josh Brolin y Benicio del Toro, que acabarán postulándose para formar parte de la saga Mercenarios de Stallone cuando ésta llegue a los dos dígitos. Pero no obstante, de momento, se trata de una de las películas comerciales recientes más sólidas y rotundas, intensa y bien dosificada, tanto en su faceta de pasatiempo como por su compromiso con la realidad contemporánea, pues es triste, pero estas barbaridades ocurren. No hay más que mirar el Telediario.
Javier Matesanz
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