El punto de partida da para mucho, pero la sensación tras el visionado de Si Dios quiere es de oportunidad perdida. La de haber visto una comedia que se amilana ante el reto de convertirse en una mesa de debate donde enfrentar posturas tan rotundas como el papel de la iglesia en la sociedad, la lucha intestina entre los buenos sacerdotes con vocación solidaria y generosidad humanitaria, y aquellos que mancillan el buen nombre de su oficio y de quien inspira su fe y su credo. Y además, cuando los extremos se tocan es cuando el humor puede sacar todo su jugo al sarcasmo y la parodia, al contraste emocional e incluso a la caricatura; pero no cuando expuestas las tesis fundamentales de un argumento que da para eso y más, se da paso al conformismo, al conservadurismo, al sentimentalismo, y se templan gaitas para contentar a diestro y siniestro, para molestar lo mínimo, para que rían los unos mientras sonríen los otros, y viceversa. Sin decisión y con un posicionamiento tibio que deja el film en campo de nadie. Allí donde todos pueden tener razón y ninguno dar su brazo a torcer. De hecho, más de uno podría pensar que se trata de una comedia hasta cierto punto crítica con la iglesia católica, pues tímidamente enumera las dudas que podamos albergar contra ella (que si es históricamente oscurantista, que si lava cerebros, que si la hipocresía de su discurso, que si hay casos de corrupción y escándalos inmorales…); mientras que otros mantendrían que una vez visto el film, con su conclusión conciliadora y el tono esperanzador y optimista con el que se resuelve, éste bien podría haber sido patrocinado por el propio Vaticano.
Una lástima la falta de compromiso real o de valentía para trascender la condición de excusa facilona de un argumento que acaba siendo intrascendente cuando tenían en sus manos un material explosivo. Y conste que es divertida.
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