El segundo largometraje del matrimonio que triunfó con Pequeña Miss Sunshine empieza con una aproximación desenfadada a temas cómo la efímera consistencia de la popularidad o el bloqueo creativo de un autor precoz. Ya hace diez años que Calvin Weir-Fields (Paul Dano) encabezó las listas de ventas con su primera obra y ya va siendo hora que publique la segunda, más que nada para quitarse de encima la presión de la fans, editores, familiares y demás enemigos. En ese momento crítico, una musa puede ser la solución, aunque ésta sea, en principio, un mero fruto de la imaginación; y ahí entra en juego Ruby Sparks, con el rostro de Zoe Kazan (¡que también firma el guión!) y con ella empiezan a desdibujarse las marcas que separan realidad y fantasía. La metaliteraura entra en juego para traernos a la memoria precedentes cómo Más extraño que la ficción y el planteamiento sobre los límites de la mente humana recuerda a Olvídate de mi o El invisible Harvey.
Hasta más o menos la mitad, la cinta transita por los caminos de la comedia romántica y el humor. El autor domina, con pudor y gracia, el destino de su propia relación, los nuevos amantes se llevan bien, se divierten – esa noche de marcha con ‘Ça plane pour moi’ de fondo es para enmarcar -… todo bien hasta el fin de semana que pasan con toda la familia – geniales Banderas (cómo padrastro) y Annette Benning (haciendo de madre y demostrando que, definitivamente, ha hecho un pacto con el diablo). Ahí, el ‘control’ se empieza a evaporar, empiezan a surgir las dudas y el buen rollito va derivando hacia el drama. Aparecen los celos, las reglas absurdas, las peleas… Los tonos van apareciendo más grises, la luz del principio se apaga y el drama cobra fuerza hasta rozar el terror en el tramo final, dónde la impecable interpretación de Kazan alcanza su clímax. Se le pueden encontrar pegas al film – el final, por ejemplo – pero en su conjunto es completa, tremendamente eficaz para la complejidad que propone y, sobre todo, muy entretenida.
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