Lo peor que le puede pasar a una película sobre el olvido es ser tan olvidable, porque nos lo pone muy fácil a los cronistas, y la tentación del juego de palabras o del título fácil es demasiado grande como para no ceder. Y no he cedido. Recuérdame (Remember me) no será recordada, como no lo fueron ni lo son ni lo serán ninguno de esos telefilms de media tarde que llevan acompañándonos década tras década para rellenar parrilla y sin dejar la más mínima huella en sus adormecidos telespectadores, trasmutados en cinespectadores para la ocasión, pero igualmente amodorrados.
Shakespeare y Bruce Dern son lo único destacable. El primero huelga decir porqué. Es un añadido, un complemento sin demasiado peso, pero cuando lo citan deja en evidencia cualquier otro intento de enamorar con el lenguaje: “Duda que sean fuego las estrellas, duda que el sol se mueva, duda que la verdad sea mentira, pero no dudes jamás de que te amo”. Y el segundo, porque aun octogenario sigue aguantando sobre sus espaldas cualquier reto que se proponga, y éste, aunque insípido y ciertamente irrelevante, le va como anillo al dedo para demostrar su añeja valía, que lucía mejor en Nebraska, porque Nebraska era un buen film. En éste no hay imaginación en la historia ni ingenio en los diálogos; la narración fluye, pero no convence, ni emociona demasiado por obvia, por previsible, por inocua y rutinaria. Poco tiene que decir y poco dice al fin, pues tampoco formalmente arriesga ni innova ni sorprende. A Martín Rosete, director español afincado en Hollywood, le falta convicción y personalidad para dotar de vida su historia y con ello henchirla del interés que pueda llegar a conmovernos. Si quieren ver una buena película española sobre el Alzheimer yo les recomiendo la animada “Arrugas” (Ignacio Ferreras, 2011). Esa sí.
Javier Matesanz
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