No le busquéis un sentido convencional a la trama de la última película de Paul Thomas Anderson, no esperéis hallar una lógica estricta a esta historia sobre las pesquisas de un detective maldito, un carismático antihéroe sobre el que pivota un alambicado relato de amor, drogas, prostitución, corrupción y otras cuestiones inextricables. Puro vicio capta perfectamente la esencia de la densa y genuinamente americana novela de Thomas Pynchon; sus personajes – con muchos matices y aristas –, sus retratos integrados en unos años 60 convulsos, de “hipismo” y dejadez y de contrastes entre lo que empezaban a ser los Estados Unidos y lo que dejaban atrás. Las pesquisas de Sportello – un Marlowe pasado por el tamiz del LSD – son una simple excusa para acercarnos o alejarnos – según el momento – de un paraíso abstracto, lleno de recuerdos agridulces, cuyas instantáneas se entremezclan con los permanentes duelos entre personajes extraños para un espectador acostumbrado a los thrillers al uso; unos seres que contraponen sus sentimientos, sus modos de vida y hasta sus ideologías.
Bajo una atmósfera también lisérgica, los diferentes ramales del argumento van creciendo al ritmo que marcan unos actores en estado de gracia y entre los que destacan un excelso Joaquín Phoenix y Josh Brolin – en su papel de villano peculiar -.
No estamos ante una cinta especialmente recomendable para la mayoría de los que podéis estar leyendo esto, pero sí ante un producto distinto, desconcertante (yo aún lo estoy digiriendo) y en todo caso digno de uno de los directores más sugerentes del cine actual.
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