Aun evitando el estéril debate sobre la necesidad de seguir haciendo remakes de films clásicos, no hay más remedio que aceptar que, una vez tomada la cuestionable decisión de versionar, la modernidad obliga a tomar algunas sofisticadas medidas formales, y así empezamos en familia con un videojuego de zombis fantasmagóricos, que de algún modo pretende ser un prematuro mal augurio; para seguir con una tele de pantalla plana y de plasma, aunque sean idénticas las interferencias catódicas que albergan el mal; se remata la faena actualizadora con un dron al rescate de los niños por los mundos de ultratumba – ¡como lo oyen, oiga. Yo tampoco lo creería de no haberlo visto-, y acabamos reinterpretando el chiste final quitándole todo el protagonismo al televisor en beneficio del siniestro y centenario árbol fantasma. Pero aparte de esto, Poltergeist es la misma película. Maqueada para la ocasión, pero sin cambios ni sorpresas significativas. Lo cual es bueno si te gustó el original, pero reabre la controversia antes esquivada: ¿Por qué no recuperar Poltergeist 1982 para las nuevas generaciones en vez de rehacerla tuneada?
Sam Rockwell, cuando controla su tendencia al histrionismo, y aquí lo hace, es un buen actor, y la elección de la niña (Madison en vez de Carol Anne, ellos sabrán por qué) es acertada con esa cara de muñeca pepona asustada. La cinta es bastante previsible en su conjunto (y no solo para quienes conocemos la matriz ectoplásmica del film). Son las consecuencias del reciclaje, y no puede culparse de ello a la dirección de Gil Kenan, que es funcional y aplicada, consiguiendo los objetivos a riesgo cero. Al dictado de producción. Y el nuevo público, como antaño nosotros, saldrá de la sala preguntándose: ¿Por qué eléctricos? ¿Por qué la televisión? ¿Por qué solo esa casa? Así que treinta años después todo sigue igual, y ellos “Ya están aquí… otra vez”.
Nota (caprichosa) del autor: sin la música de Jerry Goldsmith un poltergeist nunca será lo mismo.
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