Quien podía imaginar que una franquicia tan mala como Fast & Furious, que cuenta ya con casi una decena de trepidantes bodrios, acabaría inspirando sucedáneos aún peores que orbitan su inefable universo automovilístico con la adrenalina y la testosterona como combustibles. Todo idéntico al modelo, aunque aquí menos tribal y con hechuras de thriller sofisticado con atraco perfecto en el libreto. Pero esquemático hasta el chiste. Con romanticismo de garrafa, uno de esos villanos muy, muy villanos, y cultos, que se expresa a base de amenazantes monólogos teatrales (penoso Anthony Hopkins, que debe estar gastando el generoso salario con cierta sensación de sonrojo), un segundo villano, más cutre y menos sofisticado, que urde el golpe que afecta al primer villano (prócer social, intachable a primera vista, filántropo y bla, bla, bla…), y los tiernos, entusiastas e idealistas héroes imberbes y pseudo-adolescentes, pero hechos a sí mismos y por tanto supervivientes de mil desventuras que les han hecho más fuertes. Y ya se sabe que cuando se delinque por amor no se es tan malo como cuando se es un delincuente ambicioso, así que ya tenemos historia de acción y seducción con su inevitable happy end. Al menos para los personajes, porque el espectador es maltratado durante hora y media, como si fuera bobo e incapaz de unir los cabos sueltos o detectar las trampas de un guión tan insulso como tramposo. El plan es el peor del mundo. Imposible que funcione. Pero funciona, o no habría película. Y a uno se le queda cara de idiota, cuando se da cuenta que lo han tratado como tal. Supongo que pensarán que nos conformamos con el ruido y las explosivas persecuciones (bien rodadas) y el escaparate de automoción de alta gama, que incluye Mercedes cabrio, Aston Martins, Jaguars último modelo y no sé cuántos bólidos más, pero ni una sola idea original. Lamentable.
Persecución al límite
Dirección: Eran Creevy. Intérpretes: Nicholas Hoult, Felicity Jones, Ben Kingsley, Anthony Hopkins.
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