Cuando una película es tan sencilla y ligera como París puede esperar (léanse los adjetivos como eufemismos de esquemática e insignificante) es más fácil compararla que intentar definirla, pues suele ser más la suma de inspiradores aciertos ajenos que el producto maduro de un talento creativo original. En el caso que nos ocupa vendría a ser una austera y discreta combinación de Dos en la carretera, Entre copas y la serie de Antes del amanecer. Aunque por su absoluta falta de personalidad no resultará fácil retenerla en la memoria. Poco hay que recordar, porque apenas nada merece ser recordado. Por anodino e inconsistente, no por malo. Un solo plano es atrevido, inesperado, en todo el metraje. El último. Un primer plano de Diane Lane mirando a cámara y comiéndose la tentación en forma de bombón. Un momento más intenso que todo el resto del relato, y que curiosamente te deja con ganas de más, cuando hace una hora que esperas el final de tan liviana y previsible historia.
En clave de road movie romántica, la que faltaba por debutar del clan Coppola, la esposa de Francis Ford, nos acaba brindando algo así como un tutorial de cómo utilizar un manual de seducción a la antigua usanza en manos de un bon vivant a la caza de una esposa madura y desatendida. Crónica sentimental algo casposilla pero tierna, redondeada con la sempiterna y optimista moraleja del manoseado “nunca es tarde para el amor”. De mantel en mantel, con buenos vinos de la Borgoña, coches clásicos, hoteles con encanto, referencias a la pinacoteca nacional (con insertos fijos de los lienzos de Manet i Cezanne, por si no los recordaban ustedes y se me despistan), vestigios romanos en el paisaje, rosas naturales como improvisado ambientador y postales de la campiña y el París nocturno, asistimos a un incipiente amor adúltero pero bien intencionado, que de tan bonito no es siquiera pecado. O eso creo.
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