Hay películas que no pueden disimular su procedencia literaria, y Palmeras en la nieve es una de ellas. Una de esas novelas históricas que contienen el relato de toda una saga familiar, y que no caben en una película. Aunque dure tres horas. Mucho tiempo para contar muchas cosas, y aun así precipitadas, constreñidas, inacabadas, forzadas… insatisfactorias a la postre, y con maneras de culebrón por querer abarcar demasiado sin metraje para hacerlo. En el libro sin duda cabe, pero aquí lo han hecho caber. Y la historia se resiente. Los personajes están hacinados, sus relaciones sincopadas, emocionalmente evolucionan a trompicones. La historia en presente con Adriana Ugarte da casi vértigo de tan apremiada, de tan rápido que todo pasa. Y no es creíble, en absoluto, tanta casualidad y sintonía. Aunque ella trabaje bien. Igual que la debutante Berta Vázquez, muy convincente en su constante sufrir, y dejando en evidencia a un susurrante Mario Casas que, vestido de boy scout – a ratos parece el de Fuga de cerebros de excursión en la selva–, no consigue conmover y condena buena parte de las intenciones dramáticas del film. Una pena, porque la historia es hermosa; la época retratada de las colonias, muy interesante y poco conocida por las nuevas generaciones – esas que acuden a ver la película con las expectativas a Tres metros sobre el cielo-; y la factura del film, con alguna acartonada excepción, es la de una muy digna superproducción internacional; pero el conjunto no duele como debería doler, no sobrecoge como la historia pretende, y no entretiene tanto como el público le exige a un film tan largo, que a veces deviene interminable. Y no por culpa del ritmo, sino de la exuberancia de un contenido que el montaje podría haber podado por el bien del conjunto. Y acabar con una canción de Pablo Alborán era del todo innecesario.
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