Entiendo que Lars Von Trier negase su consentimiento tanto a la amputación de la película (ignoro hasta que punto nos ha llegado censurada) como a su exhibición en dos partes; solamente después de ver la segunda accedes a la lógica del conjunto, porque es los últimos veinte minutos cuando ligas la historia, cuando, te guste o no lo que has visto, todo cuadra. Lo que no alcanzo a comprender porque el director ha tirado por la taza del váter al menos dos de las cuatro horas que dura la cinta. Sobre todo en la primera entrega, el relato en primera persona de la vida sexual de la protagonista – una especie de Sherezade en el cuerpo de Charlotte Gainsbourg – está salpicado de metáforas incomprensibles, cuando no gratuitas, y de paralelismos absurdos (Fibonacci, cabalística, mitología…). El virgo perdido a golpe de metrónomo, la ‘caza’ delirante en unos vagones de tren, el trasiego compulsivo, y convulso, de un polvo que lleva a otro… son capítulos que podrían tener su gracia si no fuese porque en realidad, más que una historia, conforman una vacua secuencia donde el instinto provocador del autor se impone a su faceta de buen narrador. La boutade en este caso aburre o, como poco, resulta accesoria.
De los primeros 120 minutos que se exhibieron en las salas comerciales se puede salvar la interpretación de Stacy Martin y la genial escena de Uma Thurman – tan surreal como transgresora por la incomodidad que transmite -.
En la segunda parte la maraña se aclara, el personaje central asume las consecuencias de sus actos, su dolor alcanza una dimensión interesante y el film se vuelve una especie de oda a la libertad para decidir del que se sabe profundamente imperfecto y, de paso, un alegato feminista que a mí particularmente me convence; el problema es que para entonces ya nos hemos ido varias veces de la trama y nos hemos cansado de escenas desnudas y de desnudos, que no eróticas.
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