Nebraska

Retratista preciso de lo humano, de personalidades en fuga hacia lugares ignotos, Alexander Payne disuelve una y otra vez las fronteras de los géneros para recrear universos y perfiles tan envolventes como alejados de los cánones. En sus películas (About Schmidt, Entre copas, Los Descendientes…) ríes, te emocionas (los hay que incluso lloran) con historias aparentemente sencillas, pero que encierran actitudes ante la vida, declaraciones de intenciones y alguna que otra lección ética.

Nebraska – de momento la mejor de las oscarizables que he visto – es una suerte de versión prosaica, y más ruda, de Una historia verdadera de Lynch (seguro que ya lo habéis oído); un viaje de difícil retorno físico e imposible regreso emocional en el que un viejo huraño y bebedor (llamarle alcohólico sería exagerar) intenta saldar cuentas mientras deconstruye la relación con uno de sus hijos.

A lomos de una magnífica fotografía – austera, en blanco y negro – de Phendon Papamichael (ha trabajado con Clooney y Wenders entre otros) los personajes se mueven como si el tiempo estuviese detenido, por inercia, deambulando, conscientes de que la vida ya no les puede dar mucho más que recuerdos y un billete para la próxima etapa, anodina … todos excepto nuestro protagonista; un extraordinario Bruce Dern que sabe que el tiempo se le acaba entre cerveza y cerveza. Su mirada, a veces perdida, en ocasiones escrutadora, nos guía en una mapa trazado por el itinerario nostálgico-geográfico de la una América profunda y algo mezquina.

Pero para que todo eso funcione se necesitan buenos intérpretes. Los podría destacar a todos, especialmente a los mayores, pero, a parte de Dern – nominado a mejor actor – lo de June Squibb – también nominada como secundaria – y Sattacey Keach es de traca. Y de traca es como narra Payne, y como te aisla, y te lleva a su terreno para atizarte con su sátira y su buen cine.