No iba sobrada de glamour. Puede ser. Pero sí de personalidad, de autenticidad, de ternura, de buenrollismo faltón, de estrafalario sentido común, de coña surrealista y, sobretodo, de verdad y de talento. Chus Lampreave era siempre Chus Lampreave. Cierto. Imposible no verla detrás de sus personajes. Con ese pelo cardado, esas gafas de Mortadelo, esa voz única e irrepetible. Pero funcionaban siempre. Eran auténticos protagonistas, a veces de diez minutos. Nadie podía competir con ella, hacerle sombra. Sus frases se convertían en eslóganes de cada una de sus películas. Y eso no es casualidad. No durante casi sesenta años de profesión, ya fuera haciendo de señora Carlista, de portera testigo de Jehová, de fisgona o de madre de Almodóvar. Solo un Goya, pero los mereció todos. Un Oscar compartido por su Belle Époque. Y el reconocimiento de todos sus fans, que son todos los que aman el cine español. Cómo no admirar a quien hizo y brilló en lo mejor de Ferreri, Berlanga, Armiñan, Cuerda, Almodóvar, Trueba, Colomo, Mercero y Fernán Gómez, además de ser la pescadera de Torrente, el brazo tonto de la ley.
Dicen que le dejaban hacerse suyo el guion. Cambiarlo a conveniencia, a su antojo, para sentirse más cómoda, más suya… más nuestra. Y lo consiguió.
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