Empezaré con una conclusión y luego la matizaré y argumentaré, porque va a parecer una opinión más dura y descalificativa de lo que en realidad es y merece este film. Un trabajo que resulta anodino e intrascendente por su falta de riesgo, de atrevimiento y de imaginación formal y narrativa, por lo que no supera nunca los listones mínimos de la corrección. Y el resultado, por tanto, nos deja con ganas de más. De mucho más. Lo cual es intrínsecamente bueno, sin duda, pues significa que nos ha interesado el personaje y su historia, y por ende la película; pero a la vez es plenamente insatisfactorio, porque nos han puesto la miel en los labios y nos vamos con la sensación de haber disfrutado de cuatro pinceladas de algo que podría haber sido infinitamente mejor. En resumen, un aprobado justito cuando se intuía el excelente. Mimbres para ello tenía la historia de este clown negro, el primero de la historia del circo, parece ser, que a finales del XIX ascendió al Olimpo del éxito y las risas para caer después de bruces al infierno del fracaso, la humillación, los excesos y el olvido.
Una pena que con tan buen material para la tragicomedia de quien fue la mitad del dúo circense que inventó la fórmula del Augusto y el cascador – es decir, el serio carablanca y el tontorrón que acapara cuanto golpe sobrevuela la pista -, la cinta se quede en una impecable pero simple enumeración e ilustración de hechos. Una correlación de momentos históricos, bien ambientada y mejor interpretada. Omar Sy tiene planta y carisma cómico, pero la contención lánguida de James Thierrée es la que sustenta el tono del film. En su conjunto sin alma. Sin el aliento dramático necesario para sobrecogernos, ni cómico para empatizarnos primero y compadecernos después. Las emociones son planas. Se ven en pantalla, pero casi no se sienten en la butaca. Llegan tímidamente, en sordina. Más sugeridas que vividas. Y eso neutraliza cualquier emoción.
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