El del cine y el teatro es un amor imposible que lleva perseverando desde que el séptimo arte vio la luz. El uno inspira al otro y el otro al uno. Pero no nos engañemos, son lenguajes diferentes, disciplinas opuestas en recursos formales e interpretativos, en la dinámica de su puesta en escena, en su estética y sus posibilidades narrativas; y aun así primos hermanos condenados a entenderse, a quererse, a necesitarse, porque su esencia es la misma, el maravilloso oficio de contar historias. Y por ello son tan habituales las películas de inspiración teatral o viceversa. Historias metalingüísticas donde se mezclan las áreas para reflexionar sobre la creación y los creadores. Sus motivaciones, sus egos, sus pasiones, sus frustraciones… Un tipo de cine que los franceses hacen mejor que nadie (con permiso de los británicos, que tuvieron a Laurence Olivier y a un aventajado y ahora ajado Kenneth Branagh), y que a menudo regresan a la cuna escénica para desarrollar historias que reflexionen sobre el hecho creativo, sobre el tortuoso proceso de dar vida a un proyecto artístico, sobre las dificultades de conciliar talentos, intereses, vanidades… Y en Molière en bicicleta lo plantean desde la ligereza de la espontaneidad, en un tono casi íntimo, como de soslayo. Una excusa para hablar de emociones y sentimientos personales como son la amistad, la resignación, el desamor, el desaliento, la decepción. Antídotos contra el veneno de la creatividad, que solo se puede combatir con entusiasmo y vocación.
La película es hermosa, sincera, amable. Pero quizás necesitada de algo más de garra para seducir a los neófitos en materia creativa, los cuales añorarán algo más de contundencia y decisión en los planteamientos argumentales, en el conflicto y en la resolución. Pero es indudable el buen gusto de la propuesta y la categoría del pulso protagónico.
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