Una película histórica no debería ser una lección de historia (La Guerra de Secesión americana, en este caso). El cine debe hacerlo un cineasta, mientras que la lección la imparte un maestro. Dos cosas diferentes, con objetivos diferentes y recursos narrativos/didácticos diferentes. Y una película, por mucho que quiera abarcar, y retratar de manera rigurosa y exhaustiva unos hechos históricos, no puede recurrir continuamente a los textos informativos sobre las imágenes, lastrando la fluidez del relato y evidenciando tanto su exceso de ambición como su incapacidad para sintetizar aquello que quería explicar. Pocas veces he visto tanto texto escrito sobre una pantalla. Datos históricos y estadísticos, consecuencias causa-efecto de las acciones de los personajes, legislación e informaciones políticas de la época, los recurrentes rótulos que señalan el paso del tiempo, e incluso fotografías reales en sepia para vehicular la dinámica episódica del film y refrendar de paso la magnitud de la campaña bélica y la tragedia. Y así, con semejante profusión de letra y apoyo visual estático, el film se hace largo, y a ratos farragoso, aunque no sea una mala película. Y es una pena, pues los hechos reales a los que alude son tan interesantes como sorprendentes (ni Norte ni Sur: libertad). Además está bien rodada y mejor interpretada (Matthew McConaughey es cada vez menos guapo y más actor), con pasajes intensos, emotivos e incluso conmovedores. Pero funcionaría mucho mejor sin su afán discursivo y esa cansina querencia al subrayado, que aspira a no dejarse nada en el tintero, y casi a oficializar el producto como crónica definitiva de la dignidad de un pueblo. Al final la vertiente educativa acaba por relegar a un segundo plano el entretenimiento, y si te aburres tampoco aprendes. Eso es un hecho.
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