“Podría pasarme la vida lamiéndome las heridas, y aun así no cicatrizarían”. Primera estrofa de una canción de Tulsa, entonada varias veces durante el film y que, voluntariamente o no, se convierte en el leitmotiv emocional de esta película pequeña, mínima, pero de largo alcance y – ¡ay!- aún mayores pretensiones. Demasiadas. Le gusta a Jonás Trueba, y esta no lo necesitaba en absoluto, dotar sus historias de una cierta pátina de intelectualidad progre, cuando tiene un talento innato para la artesanía fílmica y el hiperrealismo íntimo que, siendo lo mejor y más interesante del film, acaba por ser neutralizado, por diluirse tras algunos alardes ingenuos, superficiales e inoportunos de erudición ideológica o cultural. Un lucimiento fatuo, y alejado de la autenticidad que valida su obra, que se instala en una bisoña pedantería que intermitentemente lastra el que sería un modesto y notable conjunto narrativo con vocación de verdad sencilla. Una bonita y entrañable, traviesa a ratos, bobalicona en otros, pero siempre sincera crónica sentimental, que se vertebra con gracia y determinación en el plano corto y la observación, en la mirada insegura y la tímida palabra, en el guiño y la complicidad; pero que flaquea en los momentos de impostada estrategia discursiva. En esas secuencias de un pretendido calado filosófico, que traicionan la espontaneidad imperante y se quedan en relamidos y arrogantes apuntes de joven muy leído.
Pero aun con todo, el film es disfrutable como miniatura realista. Bien interpretada en primera persona por unos actores-amigos que se limitan a ser más que a hacer, y con la virtud de trascender a su premisa inicial, pues más que atender a los personajes, simples excusas para abrir el camino, nos invita a suplantarlos, a experimentar una cierta catarsis personal en forma de road movie emocional, e imaginar que seria, que será de nosotros.
Javier Matesanz
Els vostres comentaris