En estos tiempos de metrajes de longitud bíblica, Locke es sin duda una de las muestras más destacables de concisión y precisión narrativa, un verdadero tour de force actoral y de dirección, donde ambos, director y actor (un Knight a seguir la pista y un inmenso, prodigioso Hardy) consiguen pergeñar un intenso thriller psicológico, en una hora y media y sin más escenarios que un hombre conduciendo al volante hacia un destino inexorable y redentor.
La premisa de partida parecería vulnerar la ley fundamental de cualquier montaje cinematográfico o teatral. Así, a priori, se podría pensar que no hay conflicto ya que, en definitiva, esta película “solo” habla de un hombre honesto que, frente al único desliz de su vida, decide hacer lo correcto. Y sin embargo, este drama a tiempo real es una experiencia catártica, a ratos claustrofóbica, siempre emocionante. Sin más recursos técnicos que tres cámaras enfocando implacables a un hombre en desconstrucción, sin otras florituras estéticas que la distorsión de las luces de los coches de la autopista, esas luces deslumbrantes, cegadoras, como metáfora de esa sensación de irrealidad y pesadilla que te embarga cuando todo se desintegra, Knight consigue radiografiar una vida y una personalidad en noventa minutos.
Este es el retrato de un hombre y el camino sin retorno que emprende, desde Birmingham a Londres, durante el cual, y a través de las incesantes llamadas telefónicas que recibe, iremos descubriendo su domesticidad, su exigente amor al trabajo, sus pulsiones emocionales, incluso sus fantasmas, sobre todo sus fantasmas. Pero Locke también es el retrato de los otros. Esos otros que también verán irremediablemente cambiada su existencia; el hijo tierno y futbolero ajeno al drama, el compañero de trabajo abrumado por la pesada carga que le han traspasado, la esposa que transita de la estupefacción al dolor y del dolor a la ira, en un crisol emocional absolutamente convincente…Todos ellos, en fin, recreados con tal maestría que uno consigue ponerles cara sin llegar a verlos jamás, y el todo narrado sin desmesuras ni histrionismos, no hay exceso ni siquiera en el convulso retrato psicológico de la mujer que espera en Londres, con esa naturalidad y veracidad que siempre destila el cine cuando es realmente cine.
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