Viago, Deacon y Vladislav comparten piso en Nueva Zelanda. Se reparten las tareas domésticas, debaten la organización de la vivienda, montan fiestas sin avisar al resto e intentan integrarse en una sociedad que no termina de aceptarles. Su día a día es más complicado que el de cualquiera, sus discusiones son acaloradas y sus puntos de vista absolutamente dispares. Sus manías, fobias, razones y, sobre todo, sinrazones, se convierten en auténticas (y absurdas) peleas por cualquier minúsculo detalle. La razón es relativamente sencilla: los tres son vampiros inmortales, cada uno de una época y una procedencia diferente. Las diferencias de varios siglos en su edad y sus estatus sociales son un verdadero problema a la hora de comprender y enfrentarse a su noche a noche, y a sus vanos intentos por integrarse en el relativo tranquilo devenir el siglo XXI. Esta es, más o menos, la fascinante historia de Lo que hacemos en las sombras, un falso documental que, narrado por un grupo de periodistas que descubre la existencia de una sociedad secreta, da un punto de realidad absurdo a la de por sí brillante premisa que plantean sus 89 minutos de duración y que le valió el premio del público en Sitges y el de mejor película en Toronto en 2014.
No cabe duda que los dos guionistas, directores y protagonistas, Taika Waititi y Jemaine Clement, y todos sus actores, se lo pasaron en grande en todo el proceso de creación. Y eso se traslada a la pantalla y, por ende, al espectador. Gamberra, iconoclasta, original y absurdamente divertida, la película se presenta sin un ápice del glamour con el que suelen aparecer los vampiros en las salas de cine, lo que obliga a una media sonrisa socarrona que se mantiene todo el metraje. Los momentos hilarantes convierten la experiencia en un grotesco espectáculo en el que el público, a pesar de saber que se trata de un guión original, no puede sino dudar de su falsa veracidad y de la realidad de algunas tomas realizadas en localizaciones públicas. Sucios y de escasa cultura, el resultado de los intentos de integración de sus protagonistas en su ciudad no pueden resultar más lamentables en una trama que se complica por momentos y cuyos continuos giros de guión llevan al espectador por un laberinto del que no sabe si saldrá airoso, cubierto de vísceras y sangre, o siendo un inmortal.
Hacer películas pequeñas no siempre tiene que significar hacer dramas introspectivos de sufrimientos eternos, también puede tratarse de comedias originales sin más pretensión que pasar el rato utilizando el cerebro. Y dejar que el espectador use el suyo. Además de las mandíbulas, claro. Brillante.
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