No sé si por la presencia protagonista de Jean-Pierre Bacri o por sus parecidos razonables, pero durante toda la proyección de Llenos de vida la memoria me sugería comparaciones con la reciente C’est la vie, también comedia francesa con ecos de reflexión amarga y crepuscular. Aunque la cinta de Nakache y Toledano resultaba menos pretenciosa y, por ello, más ligera y divertida a pesar de su escaso calado emocional. La que nos ocupa, en cambio, impulsada a cuatro manos por el propio Bacri y Agnès Jaoui (escriben, interpretan y ella dirige), algo tiene de personal, de ejercicio biográfico para exorcizar veteranos fantasmas, y eso, dada la popularidad y el prestigio de sus artífices, le otorgaba al film un cierto interés añadido, incluso indiscreto o voyerista para el espectador. Pero no, a la postre el resultado es tibio, escaso, insípido. Rozando lo cansino, aunque nunca tedioso. El conjunto es una amalgama de tópicos sentimentales, laborales y existenciales, bien hilvanados y tratados con mimo, pero al fin y al cabo tan estereotipados como tantas otras comedias de madurez, que miran hacia atrás con nostalgia y hacia delante con miedo.
El relato es inicialmente coral, y con las intersecciones de los personajes va abriendo sendas que exploran frustraciones, ilusiones, miedos, dudas o ambiciones de todo tipo, hasta posicionarse con sutileza en una zona limítrofe con el culebrón. Todo con un cierto cinismo, pero también con ternura y simpatía por sus personajes. Y esos son los mejores pasajes del film. Pero poco a poco la historia va centrándose en el personaje de Bacri, el decadente presentador televisivo Castro, que extrema su arrogancia y se esfuerza en resultar antipático, hasta conseguir que su monopolio protagónico diluya los perfiles del resto, que acaban por disiparse mientras la película pierde fuelle, interés y gracia.
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