Qué magnífico título: Las distancias, resumen y síntesis de todo principio del fin, ya sea emocional, sentimental o material. Nada sobrevive a la distancia, porque la vida le pasa por encima y solo la cotidianeidad abastece de savia nueva las relaciones para seguir adelante, incluso para volver a empezar. Y así comparece el olvido, ese mal necesario en todo proceso de alejamiento. El paso previo al doloroso y definitivo adiós. Amistades, amores, lealtades, complicidades, recuerdos… todo caduca, aunque no todos nos demos cuenta al mismo tiempo. Y eso cuenta, de forma desgarradoramente realista, casi hiperrealista, la película de Elena Trapé. Austera, casi dogmática, obsesionada por el retrato verista hasta el feísmo, y pesimista sin concesiones cuando se trata de reconocer que cualquier tiempo pasado no fue necesariamente mejor. Fue, simplemente, y mejor recordarlo que intentar reeditarlo.
La película duele. Se clava lentamente en nuestro ánimo. Es empática en la gama más gris de las emociones, y en algún momento invita a compadecerse de sus protagonistas, perdedores unos, tristes triunfadores otros, que resultan patéticos en las distancias cortas y llegan a incomodar de tan incómodos que se sienten en su pretendida zona de confort amistosa. Deprimente. Y nos lo muestran, más que nos lo cuentan, sin concesiones a la esperanza ni al buenrollismo o al todo se arreglará, solo es un bache. No. Es un adiós en toda regla. Un hasta aquí hemos llegado. Y si ha sido tan tenso e hiriente ha sido por no querer reconocerlo a tiempo e intentar mantener viva una amistad que olía a muerto desde hacía ya mucho, demasiado. Algo que transmiten con una pasmosa y convincente naturalidad todos los miembros del notable reparto. Sobre todo un breve y vacío Miki Esparbé y un frágil Bruno Sevilla, espléndido en su decepción.
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