El punto de partida es fabuloso: una visión onírica, una revelación familiar desde el más allá, anuncia a nuestra protagonista, la siempre elegante y convincente Catherine Deneuve, que se enfrenta a su último día de vida. De modo que, asumiendo su destino, decide hacer un mercadillo y vender, casi regalar, todos sus recuerdos. Algo que le sirve para escenificar el consabido repaso “fílmico” que supuestamente hacemos a nuestra existencia cuando estamos a punto de abandonarla. ¿Pero estamos ante los delirios seniles de una mujer cansada, triste y sola, o ante una realidad mística? ¿Son recuerdos o pesadillas? Esa es la película, más allá de su argumento. Y lo cierto es que lo mantiene a uno en vilo. Con la ayuda, claro está, de la gran dama del cine francés, cuya actitud en todo momento resulta coherente con su dispersión emocional y psicológica, los motivos de la cual se irán desgranando minuto a minuto, como si de un thriller familiar, casi fantasmal, se tratara (no por casualidad la hija en la ficción es su auténtica hija, Chiara Mastroianni). Bien amparada, eso sí, por la pericia narrativa de Julie Bertucelli, que sabe mantener la atención del espectador con un ritmo reposado, a ratos cansino, pero siempre enigmático. Con desmayos, bien es cierto, pero que parecen lógicos dada la languidez del relato, aunque hagan que a ratos el metraje se espese, casi se atasque. Y eso a pesar de sus continuas alternancias temporales, auténticos viajes en el tiempo, que a veces incluso conviven en un mismo plano, y que exigen la máxima atención del respetable para discernir la lógica de este drama, que no sería disparatado adjetivar de fantástico.
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