Es esta una película pequeña y de aliento retro, que recuerda aquellas producciones de los 70, humildes, austeras, algo ingenuas en sus pretensiones, que parecían vivir la ficción desde la vetusta óptica Verne, pero pasada hoy por el filtro de la fantasía digital. Y eso hace de La piel fría una cinta decididamente entrañable y atractiva, tan nostálgica como eficaz. Un film de terroríficas aventuras en el fin del mundo, que parece sacado del baúl de los recuerdos. Un trabajo casi minimalista, que le saca el máximo partido a sus escasos recursos –orfebrería de bricolaje- y a sus mínimos elementos, que sirven para entretener y para plantear materia de reflexión, tanto existencial como determinista, con una improbable y hábil combinación “antinatura” de los preceptos Darwinianos y la apocalíptica imaginación de Dante, no en vano citado en varias ocasiones a través de su Inferno, literalmente en llamas. Algo así como una ensalada de serie B que hubiera firmado encantado el maestro Harryhausen animando hordas de criaturas que, en esta versión de 2017, parecen inspiradas en el amazónico anfibio asesino de La mujer y el monstruo (1954) de Jack Arnold.
Se hubiera agradecido incluso que, un poco a la antigua, el film tuviera una duración de setenta y cinco minutos, apelando así a sus insignes referentes del género, y evitando a su vez la reiteración de planos panorámicos de la inhóspita y gélida isla, necesarios solo para ampliar un metraje donde ya queda poco argumento que encajar. No da para más, y alargarlo es más una exigencia de formatos comerciales que una necesidad narrativa. Un exceso que nos lleva al borde del cansancio en el último tramo.
Para el recuerdo la hermosa e inquietante secuencia del buzo en pos de la dinamita sumergida. Toda una declaración de amor cinéfilo a las imágenes artesanales de otros tiempos.
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