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La mejor oferta

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Seis razones para ver La mejor oferta…

1- El guión. La mejor oferta es, efectivamente, la propuesta más solvente que Giuseppe Tornatore  ha dirigido  hasta la fecha, después de la muy sobrevalorada Cinema Paradiso y la fallida Baaria.  En esta ocasión, el realizador abandona su Sicilia natal y su habitual tono edulcorado para ofrecernos esta inquietante historia de tintes hitchckonianos que, aunque no consiga alcanzar la excelencia, mantiene la intriga y el interés durante todo su metraje.

2- El casting. Un Geoffrey Rush simplemente espectacular. Ofrece una interpretación atinada y sensible de Virgil Oldman, subastador de primera línea, maniático, esteticista, sibarita ermitaño pero tierno, rígido y truhán en sus ratos libres. Está acompañado por un Sutherland impecable como siempre (pero qué bien envejece actoralmente este hombre) y una solvente Sylvia Hoeks.

3- La escenografía. La mansión señorial y decadente donde se desarrolla gran parte de la trama es otro personaje más de este film de suspense. La casa oficia de alter ego corpóreo de la agorafóbica Claire.  Desde los desvanes, acertada metáfora de la enferma mente de la protagonista, hasta los sótanos, esos infiernos a los que Virgil debe descender para encontrar las piezas del autómata que, una vez reconstruido, será a la vez pieza clave y detonante del desenlace.

4- La banda sonora. Una inquietante e inusual propuesta de Morricone, que es el contrapunto perfecto de la trama. Hay escenas que se sostienen esencialmente por su música.

5- Las pistas. Tornatore se ha entretenido en dibujarnos un mapa cifrado de pistas y mensajes en clave. Atención a los nombres de los protagonistas (Oldman, Claire, Whistler…), ninguno es irrelevante. Además, ciertas frases que el realizador desgrana a lo largo del film contienen mucha información si uno sabe interpretarlas correctamente.

6- El final. Un desenlace inolvidable, poético, hermosamente simbólico y alejado de la habitual sensiblería del director.

…y dos salvedades.

La visión excesivamente simplificadora y algo artificial con la que se nos dibuja el mundo del arte. Las escenas de las subastas son ingenuas, rozando la candidez, en oposición con el sancta sanctórum donde Oldmen atesora todos esos retratos admirables, que resulta demasiado siniestro,  inquietante, aun cuando se intuye que ese no era el objetivo del director.

El rotulador de trazo grueso con el que se subrayan algunos gestos equívocos, algunas frases enigmáticas, para dejarnos pistas, a modo de migas de pan en el bosque, y que no nos perdamos por un camino que, sin embargo, deviene de previsible recorrido. Si Tornatore confiara más en el espectador y hubiese sido algo más sutil, más opaco, la película sería sencillamente inmejorable.

 

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