Poco debe quedar ya por contar de Tarzán. O nada. Al menos, los responsables de la actualización que nos ocupa no lo han encontrado, y se han conformado con un discreto remedo del Greystoke de Christopher Lambert aderezado con acción arcana a lo Weissmuller pasada por el tamiz infográfico del King Kong de Jackson/Serkis. Resultado: un pastiche muy vistoso y eficaz sin sorpresa alguna.
Un hierático e inmutable Tarzán con el imponente aspecto nórdico del sueco Alexander Skarsgård – hijo del formidable Peter- se limita a cumplir con lo que se espera del personaje: habla poco y corre mucho. No necesita más con semejante anatomía. El argumento es esquemático y lineal como las instrucciones estivales de los cuadernos Santillana, y desde luego todos sabemos cómo acabará. Tarzán y Jane felices – Chita no sale, sino también lo sería- y el pérfido Christoph Waltz entre las fauces de algún bicho selvático – no diremos más para no incurrir en spoilers, aunque no nos engañemos, nadie esperaba otra cosa-.
Lo único destacable del film, a parte de un chiste testicular, procede directamente del departamento de postproducción digital: la marabunta a campo abierto, las estampidas selváticas, las carreras entre lianas o el cuerpo a cuerpo en la jungla entre humano y gorila, que remite directamente en versión zoológica a los duelos de Gladiator o Troya con su enérgico derroche de testosterona animal. El resto es convención y rutina. Apenas nada. Un entretenimiento tan trepidante como previsible. El ritmo y el ruido no siempre obran la diversión.
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