¿Memorizará alguien el rutinario título español: La ciudad de las estrellas, cuando La La Land es el original, es pegadizo, más comercial y fácil de recordar? No creo, así que utilizaré el bueno.
El principal acierto de este film – y tiene muchos- es haber escogido a Emma Stone y a Ryan Gosling, que ni son bailarines ni cantan especialmente bien. Se defienden, sí, y salen airosos del envite con buena nota, pero sin más pretensiones que cumplir con su cometido que no es imitar, sino homenajear. Y es que ya no hay coreógrafos y bailarines como Gene Kelly (tampoco era un cantante excepcional, todo hay que decirlo), e intentar suplantar aquel talento, aquel glamour naíf y colorista, algo cursi, pero eléctrico y grandilocuente, dulce y de un romanticismo ingenuo que conciliaba lagrimilla tímida y pícara sonrisa, es sinónimo de fracaso, y a menudo de bochorno. Y no por aquello de que tiempos pasados eran mejores, sino porque los tiempos pasados son pasado, y ahora estilos y géneros se gestan y se ejecutan de otro modo, ni mejor ni peor, pero distinto, y toda copia acaba desluciendo el original. Por ello el homenaje es siempre la mejor opción frente a los ataques de morriña creativa, que suelen ofrecen resultados kitsch de lo más irregulares, pero que a veces aciertan y nos regalan momentos de inmersión nostálgica muy de agradecer, como el caso que nos ocupa. The artist (2011) aún extremaba más la propuesta, con idénticos referentes, y también acertó.
Damien Chazelle va al grano ya desde una primera formidable secuencia de apertura que nos ubica en el tiempo, nos predispone en la estética y nos contextualiza en el género. Ritmo y color para hablar cantando del sueño americano. Y no hay más. Sentido del espectáculo por encima de todo, un guion esquemático, bonito aunque hiriente, y amor por los clásicos. Un cóctel que funciona.
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